lunes, 10 de enero de 2011

La perturbadora belleza de la soledad

Tumbada en la húmeda hierba, miraba el cielo. La noche era gélida sin duda, incluso podía observar como cada una de mis exhalaciones se transformaba en un humo que desaparecía en la oscuridad del entorno.

El negro manto, salpicado de esos brillantes astros, tenia hipnotizada mi cabeza, que trataba de comprender como era posible que la belleza flotante de aquellas estrellas, pudiera ser visible ante los ojos que cada vez se olvidan de levantar la mirada y contemplar algo tan formidable... -quizá la gente que habita en mi ciudad, no este habituada a tal espectáculo- pensé para mis adentros.

Me levanté sintiéndome algo mareada, pero seguí andando entre la espesa hierba, mientras extraños sonidos nocturnos y los chirridos de mis tenis sobre la humedad del pasto, le brindaba a mis pasos un ritmo un tanto musical. Cada uno de mis pasos estaba salpicado de una extraña melancolía, haber mirado esas estrellas en soledad, me hizo sentir un sabor amargo en mi saliva...

Continué andando, y las lágrimas no tardaron en recorrer mis mejillas, inmediatamente sentí su sendero calido por mi cara... no pude detenerlas. Pero seguí andando. Nunca amaneció. Las noches seguían siendo frías y perturbadoramente hermosas, pues ¿a quién podía contarle sobre los milagros de la vida?

Seguí andando entonces. Cayendo a veces, pues mis pies no soportaban el peso de la tristeza. Esas caídas me hicieron sangrar... y mientras esa sangre corría por mi piel, maldije esa soledad, maldije esas bellas estrellas, ese seductor firmamento, los maldije hasta que la voz se escapó de mis fuerzas...

Y aun así, seguí andando: sola, herida, muda, con un caminar lastimoso y un millar de lágrimas tatuadas en mi cara...

Anduve y anduve... Y así como llegó esa noche melancólica, amaneció... y la noche toda la sangre se llevó...

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